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      Juan CruzEl revés y el derecho

      Periodismo: lindo haberlo vivido y poder contarlo

      Una manera de informar para saber más, y para ayudar a saber mejor, está ahora rompiéndose. Lo están rompiendo, o lo estamos rompiendo. Y conviene que nos levantemos...

      Fidel Sclavo

      Mi padre, que jamás tocó un periódico pero que se sabía, decía él, las cuatro reglas, me avisó un día: “Juanillo, no te hagas periodista, que los periodistas están siempre con los calzones rotos por el culo”. Sin embargo, mi madre, que era más letrada, porque había sido educada en la República, antes de la dictadura de Franco, leía el periódico por la tarde, después de sus quehaceres, como para estimular al hijo a que siguiera en el oficio.

      Yo llegué a este trabajo, que sigo teniendo, y que me sigue teniendo, a los trece años, porque quería escribir de fútbol, mi pasión. Aunque de lo primero que escribí, para mi mismo, fue una extraña crónica de lo que yo escuchaba sobre boxeo en la radio. Luego, el periódico en el que he estado la mayor parte de mi vida, El País, quitó de la circulación el boxeo nada más salir (dejó los toros, quitó el boxeo). Pero nadie en el mundo de habla española le reprochó al diario esa decisión (para mi, para tantos, tan saludable).

      Jamás escribí de boxeo luego de aquella entrada que se quedó entre los papeles de la casa, pero escribí muchísimo de fútbol, lo que sigo haciendo casi cada día, empujado por una pasión que me nació en la cama, escuchando la radio, cuando yo era un niño asmático que seguía al Barcelona.

      Y de Barcelona era la radio que mejor se escuchaba en mi casa, alojada en el borde de un barranco del Puerto de la Cruz, en Tenerife. Era una vocación escribir periodismo, y no había otra. La casa se empezó a llenar muy pronto de papeles y de recortes de papeles, todos hallados por mi mismo en las calles, desperdicios de gentes que tiraban lo ya usado en los detritus de los diarios.

      Yo me hice periodista, o más periodista, más apasionado del periodismo, gracias a lo que los vecinos del barrio y de la ciudad, adonde iba a estudiar, tiraban a la basura. De ahí hacía recortes, que comentaba en casa o en la escuela, y eso sigo haciendo, a mis setenta y seis años: las casas, donde vivo en Madrid, la que tenemos en la isla de Tenerife, están llenas de recortes que seguramente no revisaré jamás en mi vida, pero que se guardan como oro en paño.

      Como si aquello que guardé fuera parte de mi propia vida, cuando en realidad son recuerdos del pasado en sus más diversas acepciones: fútbol, literatura, entrevistas, sucesos, extraordinarios de los diarios, informaciones sobre asuntos que pueden tener actualidad pasado mañana…

      La actualidad por fin comienza un lunes (la frase del poeta cubano Eliseo Diego dice: “La eternidad por fin comienza un lunes”), o nunca. O se acaba exactamente cuando tú ya has archivado (si lo archivaste) lo que te pareció que era imperioso recordar para siempre.

      En realidad, aquella pasión por el periodismo, que no cesa, no creo que me abandone ya, fue la pasión por la vida. No hacía falta ser guapo, ni alto, ni demasiado inteligente, no hacía falta otra que curiosidad para ser periodista. Y para ser un buen periodista, me dijeron en seguida, además, hacía falta leer, leer mucho. Pero no leer tan solo esos recortes que yo me bebía.

      Así que pronto me acostumbre a leer, y ahora sigo con esta hermosa manía gracias a la cual leí a periodistas grandes, como Ernest Hemingway, o a escritores tímidos, como Francis Scott Fitzgerald, o a narradores extraordinarios como Gabriel García Márquez. Todos en sus precisos momentos, y todos marcados por una impronta singular: la que nada más empezar a interesarme por la escritura me hizo leer, no se sabe de dónde salió ese papel, si en casa no había papeles escritos sino facturas sobre las deudas, un poema (If, pero en español) de Rudyard Kipling…

      Esa historia de leer y de escribir, desviada sobre todo al periodismo, me hizo amar el oficio como si este fuera un aliento inigualable que me hacía sentir una persona grande y con salud, aunque ni era grande ni tenía otra salud que la que me permitía el asma crónica con la que nací. Fue casualidad que hiciera de esa pasión un oficio, porque yo iba para dependiente de panadería, y fue casualidad porque se me ocurrió escribir en un papel cuadriculado, donde solía guardar aquellos apuntes sobre el boxeo, una crónica de un partido entre futbolistas menores de mi pueblo con otros de superior envergadura.

      Estos últimos ganaron por una barbaridad, 1 a 21, y a mi me pareció que eso tendría interés para Aire Libre, el periódico deportivo de los lunes. Por carta, claro, lo mandé al diario, salió publicado con una nota previa en la que el director estimaba como notable que un muchacho tan chico tuviera esa sintaxis. Los chicos del barrio, los que se burlaban de mis males y de mis malformaciones, lo leyeron en público y eso, esa vanidad, me tiene hasta hoy haciendo periodismo.

      No he cesado, no cesaré, y no sé cuánto me dará la vida. Pero ahora, esta mañana, volviendo de un viaje a Valladolid, en la Castilla de Miguel Delibes, uno de los grandes periodistas (y escritores) de este país en el que escribo, tuve la mala fortuna de ser insultado por un taxista que tenía, fue evidente, una pésima idea del periodismo.

      Se basaba su idea, ahora tan cercana a gente como el presidente de Estados Unidos o el presidente de Argentina, además de por muchos de sus colegas políticos en las más variadas geografías, en España, en Italia, en Hungría, en Francia, donde queramos poner la brújula, de que los periodistas no somos de fiar.

      Las misma mentiras que se dicen, en las radios, en las televisiones, en las diatribas políticas, en los escaños, lo mismo que dicen quienes odian el periodismo como oficio, están haciendo de lo que se llamó (no fue sólo Gabo quien lo dijo) el mejor oficio del mundo una especie de diana oscura en la que cada día matan, o mandan matar, con el conjuro del insulto, al que modestamente busca la información como remedio de las diversas dictaduras: las ya existentes, en las que la libertad de expresión está dañada, o las que vienen, éstas últimas en nombre de una pasión: la pasión de callar a los periodistas, de dejarlos sin voz o inventándoles otra voz para que no puedan entrar en la zona en que se busca la información como tal y no como lo que la basura manda.

      Aquel taxista (siempre hay un taxista en nuestras vidas, y a veces tienen razón) llamaba la atención sobre la actualidad, sobre lo que pasa, aunque aquello que dice que pasa no esté ocurriendo como a él le dicen que ocurre. ¿Y cómo lo disuades, si ya el periodista es aire de muerto?

      Lo cierto es que aquel libro tan hermoso, con tantos antecedes tan impresionantes, que constituye el gran libro del periodismo al que yo me aficioné porque era una manera, también, de aprender a vivir, y a vivir con otros, y de informar para saber más, y para ayudar a saber mejor, está ahora rompiéndose.

      Lo están rompiendo, o lo estamos rompiendo, y conviene que nos levantemos para hacer un fuego de campamento que llene de ilusión recuperada a aquellos que tratan de ser periodistas pero se encuentran, seguramente por culpa de los propios periodistas que somos o de los diarios o medios en los que nos pronunciamos, en la lista de los que ya no resisten más este tiempo tan duro, tan avieso, que forma parte de la niebla que sume el periodismo en una hoja que cualquiera rompe simplemente porque no dice lo que mandan decir. Jamás lo dejaré, va conmigo. Es lindo haberlo vivido para poderlo contar. w


      Sobre la firma

      Juan Cruz
      Juan Cruz

      Especial para Clarín

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