Ella canta los versos de María Elena Walsh mientras mira su documento. Tengo que guardarlo bien, piensa, si lo pierdo nadie sabrá quién soy, dónde buscarme. En la galería el cielo le entrega un rosa mezclado con violeta, y largas franjas de luz se estiran en la oscuridad, donde todavía se pueden ver algunas estrellas. Mira la hora, siete de la mañana. El tío pasará a buscarla y no quiere demorarse. El tren sale a las once y el cruce en balsa es largo. Ella no pagó el boleto porque el padre es ferroviario. En la cocina la madre está preparando el desayuno. Mientras toman el café con leche le pregunta si tiene a mano el documento, la plata, la dirección de los parientes, si no se olvida de nada.
La bocina del auto la sobresalta. El Kaiser Carabela del tío está estacionado en la puerta de la casa. Ella sube, pone el bolso encima de las piernas. El tío la saluda, le da un mapa de Buenos Aires. Las calles del barrio están desiertas, solo un barrendero levanta nubes de polvo. El tío enfila hacia la cuesta de adoquines, en dirección a la Bajada Grande. Pasan casas con techos bajos, puestos de carnada. El embarcadero le recuerda un depósito de tranvías, por la cantidad de autos y lo pegados que están unos con otros. Cuando le llega el turno, el auto se desliza adentro de la balsa y se amontona con los demás, paragolpes con paragolpes.
Ella va al puente superior. Desde las barrancas la mirada abarca el horizonte sin fin, hecho de islas y cielo. La isla, que ella vio crecer, se extiende con los bordes pelados y arenosos, tan carcomidos por la corriente que parecen salir del agua. El rio es una mancha oscura, como una mesa de mármol.
La costanera es una explanada lisa, de cemento. A través de la baranda el agua pasa con fuerza, se revuelve un poco. Una lancha deportiva deja una estela blanca. El tío estaciona el Carabela frente a la estación, agarra la valija. Se detiene, la besa en la mejilla. “Buen viaje”, le dice. “Si te perdés consultá el mapa”. Da media vuelta y desaparece por la puerta. Ella se sienta en la sala de espera. Abre el cuaderno donde anotó los lugares que quiere conocer. La calle Florida. El obelisco. El teatro Colón. El Italpark. La avenida Santa Fe. Despliega el mapa, sigue el recorridaocon el dedo índice, memoriza los nombres de las calles. “Pero un día se marchó”, canta. Oye el silbido. Después un ruido metálico, como el que suena en la barrera cuando se cruza el paso a nivel. El foco se agrande en medio de la vía.
Años después, ella ya vive en Palermo. Un día cruza a María Elena Walsh en el supermercado de Scalabrini Ortiz. La poeta camina con dificultad, se apoya en un bastón. Ella se acerca para saludarla y se ofrece a ayudar con la compra. En la calle, le cuenta que en su primer viaje a Buenos Aires se sentía como Manuelita, conoció la ciudad un poquito caminando y otro poquitito a pie. Le cuenta que, pese al paso del tiempo, todavía confunde las líneas de los subtes. María Elena sonríe y agita el bastón con la mano.
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